Todo pasa

Todavía no es tiempo de vanagloriarme por haber llegado a la soledad de esta sala de espera. Estoy paralizado por el silencio y atormentado por el miedo.

A pesar de estar en una zona muy ruidosa de Capital Federal, en este tercer piso en el que me encuentro, atropella el silencio, inmanejable. Un silencio que desnuda la bravura de mi corazón, que late como un bombo legüero. Estoy nervioso y el silencio sabe cómo hacérmelo saber. Se convierte en combustible para mi miedo.

No estoy seguro de querer que se esfume el silencio al abrirse la puerta de allá lejos. En ese momento, el miedo se va a adueñar de la situación y las cartas estarán echadas de una vez por todas. Prefiero la incomodidad silenciosa de mi soledad en la sala de espera a ponerme los pantalones largos para entrar en la oficina que está del otro lado de la puerta.

La puerta se abre.

Alguien se asoma y me hace señas para que me acerque; del otro lado de la puerta espera, seguramente, mi tartamudez.

La persona que me recibe se hace a un lado, me deja pasar y sale de la oficina. Escucho el gélido ruido de la puerta cerrándose a mis espaldas.

Ahora sí, el bombo legüero y el miedo al mando de mi tartamudez.

Julio Grondona me extiende su mano derecha y me invita a sentarme. Llevo menos de un año estudiando periodismo deportivo y acá estoy, manejado por un rapto de caradurez propia de mis 19 años, obnubilado por la situación. Confío ciegamente en que el grabador recuerde. Yo no tengo forma de comprometerme a guardar frases en mi memoria. Simplemente pregunto y, mientras él contesta lo que ya no estoy escuchando, me quedo totalmente abstraído por una placa de acrílico que se hace enorme en el escritorio, entre sus respuestas y mi juventud. Propone un “TODO PASA” que mi inexperiencia no está preparada para entender.

Algunos minutos más tarde y ya con el fresco de la noche en la frente salgo de la AFA y empiezo a sentir un cierto apego al orgullo por el momento vivido. Me llevo como trofeo la voz de Grondona en un casete que sé que guardaré con recelo, encapsulado como un cachito de felicidad de esos años mozos.

No importa lo que se diga en esa cinta. Importa que el volver a encontrarla sea un puente para recuperar esa felicidad encapsulada que me sentó de nuevo en esa sala de espera, paralizado por el silencio y atormentado por el miedo a que se abriera aquella puerta de más allá.

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