Una noche ya con sol, junto a dos amigos, veníamos surfeando Av. Figueroa Alcorta a la altura de Canal 7 en un queridísimo Fiat Regatta blanco cuando el semáforo de más adelante le puso freno a las ganas de llegar a la cama.
Mientras esperábamos el guiño verde para seguir viaje una sensual Mercedes Benz frenó al lado nuestro para regalarle a la espera todo el glamour que nosotros no podíamos darle. Yo venía medio volado en el asiento trasero derecho, justo del lado donde había frenado la femme fatale alemana.
Mi cabeza apoyada sobre el vidrio pedía toda la clemencia que puede regalarte una almohada después de una noche a fondo con amigos, cuando lo que te falta de años te sobra de ganas.
Giré la cabeza hacia la derecha y me encontré en el volante al impostor que le había hecho pagar, en una cancha de gramilla en el 86, tantos años de oprobio a la Reina Isabel.
Sé que me desesperé, atrapado en el asiento de atrás, buscando que me escuchara. Fui el Cani en el 94 frente a Nigeria, gritándole «Diego!! Diego!!».
Al igual que ese día, Diego me escuchó (porque era el Cani y por el Cani, el mundo); sacó la vista del horizonte y nos trenzamos en un mano a mano de miradas mucho más largo que lo que duró el semáforo en ponerse en verde. Le agradecí, en un lenguaje onomatopéyico, cada gota de sudor al servicio de mi felicidad.
Levantó su brazo derecho y, con un «ok», me vistió de Caniggia, me puso la asistencia y me obligó a hacer el gol.
Encapsulado momento de felicidad, para toda la vida.
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